Desde el palco, los dos solistas parecen
una mancha de sangre y un cuervo.
Pero, a mi lado, un ciego
de ojos cerrados sabe exactamente
a qué sonaban las voces de los ángeles
cuando aún intercedían por nosotros.
También yo tuve un vestido
azul tierno, con el que tocaba el harpa
como si rezara en una extraña lengua.
Y creía que dios me esperaba
en el intervalo mínimo entre la respiración
de la última nota y el regreso al sonido del mundo.
No abandoné la música hasta percibir
una rendición en cada final:
la muerte aguardaba el descender
de mis brazos y el encender de las luces
para reclamar su rebaño de sombras.
La belleza no nos salva, sino el silencio.
Inês Dias