Negra la brisa amamantada por las nieves
sin despojos del iris,
pastan suelas con tenazas de cangrejillos,
chispas inquietas en espiral
hacia los pechos dormidos de la noche.
Ella lanza su hilo desde otra esquina
menos hambreada
del mismo hemisferio.
Con los cabellos alocados teje
su sonrisa
encantamientos
en el marco de un cuadro,
vacío también por el reverso donde
ha olvidado
un rostro benigno de preocupación.
Círculos perdidos ruedan
tres docenas de dioses miserables
intercambiando muecas grotescas de amor.
Ella ha venido desnuda con la noche a cuestas
murmurando campanillas ebrias
para hacernos reír.
Nace el primer adiós
envuelto en una voluta gigante de humo y madera quemada.
Ella se hace besar en todos los rincones
y su figura,
tiernamente emplumada,
batalla incansable contra la palidez.
Hojas de bosque llenan el universo y esconden
tres ojos
que dibujan
la mirada donde podernos guarecer
del aroma de las aguas.
Ella no ha dado a luz ningún Cristo
pero sabe cantar cariñosamente salmos primaverales
y esculpe alondras de cristal
en la espuma lúgubre del
caminante.
Dos cuerpos pierden una sombra,
ya muy lejana,
cuando acabo de recordar mi amor por uno de ellos:
diminuto,
voraz.
Ella danza apasionada la leyenda
de diez alas clavadas hasta el hueso.
Destetado el rabo de nube
parte
olvidando
no sé qué dolor.
Joao Nazario